Lo afirmaba el otro día Carlos
Thiebaut: “no estoy dispuesto a regalar a los neoliberales ni la palabra
libertad ni liberalismo”. Expresaba así una de las posibles formas de estar
políticamente en el lenguaje: exiliarse o resistir. Con la perspectiva que dan
más de cuatro décadas de ascenso y hegemonía de la cultura neoliberal ya podemos
observar que sin duda se ha tratado (también) de un tsunami semántico que ha
llenado de lodo, arrastrado y ocasionalmente vaciado de significado algunos
conceptos en la historia de la emancipación humana.
Quizás todo empezó hace
mucho, en aquel paseo por los bosques de Davos, el 29 de marzo de 1929, en el
que Carnap y Heidegger discutieron sobre palabras, sobre si la expresión “Das
Nichts selbst nichtet” (la nada nadea, se suele traducir) tiene algún
significado. Heidegger acababa de publicar Ser y tiempo y Carnap La
estructura lógica del mundo. Heidegger había tomado un camino que seguiría
una gran parte de la filosofía del siguiente siglo, especialmente en la era que
llamamos ahora “posmodernidad”: hay que abandonar el lenguaje dañado y
exiliarse a un territorio nuevo habitado por una nueva jerga que resista la
corrupción del lenguaje. Las filosofías francesa e italiana post-existencialistas
tomaron la senda de Heidegger: las jergas lacaniana, deleuziana, foucaultiana,
derridiana; las de sus epígonos italianos: Agamben, Espósito y tantos otros;
las resonancias en la filosofía norteamericana: Spivak, Butler, … En el otro
lado, la creencia de que el análisis lógico y/o conceptual podría restaurar el
significado prístino de las palabras y eliminar la suciedad ideológica y metafísica.
La filosofía analítica, en su búsqueda de herramientas para dotar de
significado claro a las palabras, elaboró en las siguientes décadas un barroco y
largo diccionario con su propia jerga metalingüística. Entre las dos sendas, Wittgenstein observó que ninguna de las dos llevaba a otro sitio que no
fuese al escepticismo y a la lejanía de lo cotidiano. Los filósofos, pensaba,
no son magos de las palabras, si acaso, deberían levantar acta de cómo
evolucionan en las prácticas diarias o cómo cambian los significados al cambiar
de barrio en esa infinita ciudad que es el lenguaje. Muy cercano a Wittgenstein
en su reivindicación de lo cotidiano, Antonio Gramsci resistía en su celda al fascismo y
a las derivas autoritarias del leninismo restaurando palabras comunes para
referirse a realidades que estaban en el momento entreluces de lo viejo que
muere y lo nuevo que no nace.
Un siglo después nos
encontramos en encrucijadas que nos plantean similares opciones en lo que cabría
llamar la filosofía política del lenguaje: exilio o rescate y resignificación.
La pérdida de “libertad”
ha sido la más dolorosa. El neoliberalismo primero, los neoconservadores
libertarianos y el neofascismo se han apoderado de la palabra como una insignia
del newspeak: “libertad” significa luchar contra el estado protector y abogar
por una economía sin restricciones con un estado fuerte que proteja a los
fuertes. Es doloroso porque este cambio semántico ha calado profundamente en
las conciencias. Tengo sobre mi mesa el libro editado por Julián Casanova Tierra
y libertad, una historia de un siglo del anarquismo español y, mirando la
portada con el lema ácrata y la fotografía de un niño vestido de miliciano con
un gorro de la FAI, me asomo al abismo que la historia ha creado entre dos
significados de la palabra.
Junto a “libertad” otra
cadena de palabras han caído víctimas de la marea neoliberal: “autonomía”, que
desde Kant significaba la capacidad de las personas y grupos para obedecer a
las reglas y normas que ellos se habían dado a sí mismos, ha devenido en el
nombre de una nueva forma de trabajo asalariado y precario que produce la ilusión
de ser empresarios de sí mismos cuando no son sino trabajadores sin salario y
por obra. No menos punzante ha sido la pérdida de “autogestión”. En otro tiempo
fue una palabra que designaba una forma de propiedad y gestión de los medios de
producción y distribución distinta a la propiedad privada o la propiedad y gestión
estatal. Fue un tiempo de aspiraciones de colectividad, de apropiación por
parte de los trabajadores, de cooperativas y de iniciativas sociales que
creaban un horizonte de un socialismo, de formas de organizarse en todos los niveles de la vida, comenzando por las organizaciones políticas. Buscar hoy “autogestión” en Google
(self-management) es llorar: una ristra de entradas que nos llevan al pantano
del lenguaje de la autoayuda y el emprendimiento.
Las palabras, claro está,
no cambian a voluntad del poder, como Humpty dumpty proclamaba. Cambian de
significado porque, como bien intuía Wittgenstein, nombran formas de vida que
siguen las curvas de la historia. No son las palabras sino la vida lo que tiene
autonomía. Pero las palabras importan. Quienes, siguiendo la línea heideggeriana, optan por el exilio y la creación de jergas renuncian a las palabras, los
conceptos y los regalan al adversario. Detrás de ciertas estrategias de estilo
de pensamiento no hay sino un profundo nihilismo semántico como respuesta al
simétrico cinismo semántico del poder. Se equivocan también quienes creen en la
autonomía de los conceptos y pierden su vida estableciendo los límites de las
condiciones necesarias y suficientes de aplicación de una palabra. En el mejor
de los casos, dan simplemente nombre a nuevos usos. Carnap lo entendió bien al
final de su vida, cuando volvió a Neurath, el radical, que pensaba que la
enciclopedia y la historia eran lo mismo: que la humanidad escribía en su
trayectoria la enciclopedia que la describía.
Pero cabe la resistencia
wittgensteiniana y gramsciana en el lenguaje: la resistencia que recuerda que
los usos son lo principal y que mientras que haya luchas por la liberación la
libertad tendrá significado, que mientras haya luchas por la reapropiación la
autogestión tendrá significado y que mientras haya resistencias a la sumisión
voluntaria la autonomía tendrá significado.
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