Las utopías son representaciones y el espíritu utópico es
una actitud que se construyen sobre la idea de que la humanidad tiene espacios
de posibilidad para resolver los problemas, y que esos espacios de posibilidad
pueden ser imaginados. Isaiah Berlin en su ensayo “La decadencia de las ideas
utópicas en Occidente” considera que utopías y pensamiento utópicos han sido un
mal sueño de la humanidad del que el liberalismo y pluralismo están ayudando a
despertarnos:
“Nuestra época ha sido testigo del choque de dos puntos de vista incompatibles: uno es el de los que creen que existen valores eternos, que vinculan a todos los hombres, y que los hombres no los han identificado o comprendido todos aún por carecer de la capacidad, moral, intelectual o material necesaria para captar ese objetivo. Puede ser que nos hayan privado de este conocimiento las leyes de la propia historia: según una interpretación de esas leyes, es la lucha de clases la que ha falseado nuestras relaciones mutuas hasta el punto de cegar a los hombres e impedirles ver la verdad, imposibilitando con ello una organización racional de la vida humana. Pero ha habido progreso suficiente para permitir a algunas personas ver la verdad; a su debido tiempo, la solución universal quedará clara para la generalidad de los hombres; entonces se acabará la prehistoria y empezará una historia verdaderamente humana. Eso sostienen los marxistas, y quizás otros profetas socialistas y optimistas. Pero no lo aceptan los que afirman que los deseos, puntos de vista, dotes y temperamentos de los hombres difieren permanentemente entre sí, que la uniformidad mata; que los hombres solo pueden vivir vidas plenas en sociedades que tienen una textura abierta, en las que la variedad no se tolera simplemente sino que se aprueba y se estimula; que el desarrollo más fecundo de las potencialidades humanas solo puede alcanzarse en sociedades en las que haya una amplia gama de opiniones —libertad para lo que J. S. Mill llamó «experimentos vitales»—, en las que haya libertad de pensamiento y de expresión, en las que puntos de vista y opiniones choquen entre sí, sociedades en las que los roces y hasta los conflictos estén permitidos, aunque con reglas para controlarlos e impedir la destrucción y la violencia; esa sujeción a una sola ideología, por muy razonable e imaginativa que sea, arrebata a los hombres la libertad y la vitalidad.”[1]
El pensamiento utópico, sostiene Berlin, es la madre de la creencia
en la unicidad y eternidad de valores y soluciones. Según el pensador
británico-lituano, todo pensamiento utópico entraña sin excepción tres
supuestos: el primero es que todo problema auténtico solo puede tener una
solución correcta; el segundo, que existe un método para encontrar las
soluciones correctas; el tercero, que todas las soluciones correctas deben ser
compatibles entre sí. Quizás, como indica la cita, los humanos no conozcan las
soluciones, e incluso sean naturalmente incapaces de hacerlo por su fragilidad
cognitiva o su pecado original, pero allí está una ciudad ideal de armonía
inacabable donde todas las soluciones convergen.
A diferencia de Popper en La sociedad abierta y sus enemigos,
la prosa de Isaiah Berlin es agradable, históricamente bien informada, literariamente
impecable, retóricamente irresistible y apunta a una experiencia que es tan
cotidiana como difícilmente refutable: que estamos inmersos en dilemas entre
valores y opciones incompatibles y que muchos de los senderos ante nosotros llevan
a direcciones distintas y que no por ello implican mala voluntad por parte de
quienes los toman. La fricción y el conflicto son la regla en nuestras vidas y
los sufrimientos que ello comporta son el pan de cada día. Berlin aprovecha
esta experiencia para su conclusión antiutópica: toda utopía, de intentar
realizarse solo puede llevar a una inmensidad incalculable de muertes y daños.
No es fácil desmontar el argumento de Berlin y mucho más
difícil aún encontrar su fondo falaz bajo una tan brillante superficie. Ha sido
con diferencia el gran argumento moral en el que se ha apoyado el pensamiento
neoliberal que ha constituido la cultura hegemónica de las últimas décadas. Y sin
embargo se basa en sutiles confusiones sobre las que resbalan las ideas de
quienes caen subyugados por su prosa.
La primera falacia se encuentra a poco de escarbar: todo
autoritarismo que encontramos en la historia (religioso, ideológico, o la mucho
más habitual mezcla de ambos) supone una utopía, una tierra, un cielo y un
hombre nuevos. De ahí, concluye Berlin, toda utopía contiene un pensamiento
autoritario. Es lo que está presente en los tres supuestos que según nuestro
autor están presentes en toda utopía. La falacia se suele explicar en primer
curso de lógica de la cuantificación y está en el trasfondo del concepto de
cuantificador. Así, explicamos que es falaz deducir de “todas las religiones
adoran a algún dios” que “hay un dios al que adoran todas las religiones” o de
que “todas las personas se enamoran de alguien alguna vez” que “hay una persona
del que todas están enamoradas”. No hace falta entrar en la filosofía de la
cuantificación: se observa claramente que la ambigüedad es sutil pero
confundente. Es una falacia de la ambigüedad basada en dos usos del
cuantificador particular. Pese a ello es una de las más comunes falacias en las
controversias intelectuales y cotidianas.
Las utopías son al menos dos cosas: como género literario
son retratos en positivo de un mundo vivido en negativo. Todas las utopías,
leídas sin contexto, son risibles y amenazadoras porque son la negación de la
negación, la puesta en positivo de formas de vida vividas como sufrimiento y
daño. Entendidas como representaciones atemporales, La ciudad del Sol de
Campanella, por ejemplo, es un ideal conventual y pavoroso de comuna que poca
gente admitiría ahora. Leída como una reflexión sobre el triunfo implacable del
capitalismo de su época, de la violencia que recorría Europa, es una
representación de un refugio en otro lugar y tiempo frente a las negras
tormentas del horizonte. En la fragilidad de las utopías como reglas de acción
está sin embargo su fuerza porque son detectores tempranos de las sombras de una
sociedad. Nada hay en ellas del supuesto de Berlin de que todas las soluciones
deban ser compatibles. Pero en segundo lugar, el pensamiento utópico no es
simplemente una representación, es al tiempo una convicción de que hay espacios
de posibilidad y de esperanza y un impulso de trascendencia teórico y práctica
de la situación presente. Pero tampoco entraña el supuesto determinista de que
haya una única solución a los trances de la vida.
La segunda línea de crítica de Berlin de su escenificación
de la épica batalla contemporánea entre la utopía y el liberalismo nos lleva a
territorios todavía por explorar pero en los que sin duda vamos a encontrar que
el liberalismo tal como lo predica Berlin y con el toda la gran tradición de
autores es él mismo una gran utopía ya escrita en una de las más viejas, la que
enunció el profeta Isaías (no es casual tal vez que Berlin comparta con él
nombre): “El lobo y el cordero pacerán juntos, y el león, como el buey, comerá
paja, y para la serpiente el polvo será su alimento. No harán mal ni dañarán en
todo mi santo monte--dice Yahvé” (Isaías, 65, 25) Berlin, como Rawls, como tantos
otros liberales, suponen, correctamente, que las fricciones son inacabables y
que los sistemas de valores pueden ser inconsistentes, pero creen tan profundamente
como cualquier utópico que hay siempre un consenso posible que evite el
conflicto. El neoliberalismo aporta la idea del mercado como designio oculto
que instaura este equilibrio. En todas las formas de liberalismo hay un
componente utópico. Y a veces no menos violencia que en otras formas, como
tantas guerras para llevar el liberalismo a los otros nos han mostrado.
El humanismo nos lleva a la inevitabilidad del compromiso y
la acción. La utopía es un método para encontrar conocimiento y esperanza en la
incertidumbre. No siempre van juntos. Nunca se separan demasiado.
[1]
Berlín, Isaiah (1990) “La decadencia de las ideas utópicas en Occidente”, en El
fuste torcido de la humanidad,
traducción de José M. Álvarez López, Barcelona: Península (pgs. 70-71).
No hay comentarios:
Publicar un comentario